Gárgolas insomnes

Febrero 28 de 2007

De la reciente entrega de los premios Óscar, llaman mi atención varios hechos. Para empezar, que en la categoría de guión original, estando nominados Guillermo del Toro por El laberinto del fauno y Guillermo Arriaga por Babel, el galardón lo haya ganado Michael Arndt por Pequeña Miss Sunshine. Eso es sencillamente grotesco. Miss Sunshine es una película simpática y divertida, pero de ahí a competir con las mencionadas... ¡por favor! Llama mi atención también que, en la categoría de banda sonora, el Óscar haya sido para Gustavo Santaolalla por Babel (el año pasado, lo obtuvo por la música de Secreto en la montaña). Si algo me disgusta de la última cinta de Alejandro González y Guillermo Arriaga es el minimalismo del final, pero «la Academia» prefirió premiar eso a reconocer en su momento el trabajo de Ennio Morricone, por ejemplo, en La misión (1986), Los intocables (1987) o Cinema Paradiso (1989), y sacarse la espinita con un Óscar "honorífico", más por las cinco veces que el músico italiano ha estado nominado, que por su inigualable carrera. Tuvieron que pasar veinte años para que Morricone fuera nominado por La misión desde que compuso la banda sonora de El bueno, el malo y el feo (1966), de Sergio Leone, que es un hito en la música de cine, y no ganara. El año pasado ocurrió lo mismo con el director, productor y guionista Robert Altman, que recibió un Óscar "honorífico" después de ser postulado siete veces desde 1970 sin que ganara. Pero el reconocimiento a toda su carrera fue muy oportuno, pues en noviembre del mismo año, a los 81 de edad, se murió el señor.

Un criterio similar parece privar en la premiación de Los infiltrados, de Martin Scorsese, por mejor película y mejor director, como para conjurar la "maldición" que persiguió al director neoyorquino durante treinta años con cinco nominaciones fallidas, igual que a Morricone. Los infiltrados es una buena película, sin duda, pero no es mejor que Taxi driver (1976) ni que Toro salvaje (1979). En esta ocasión, perdieron González Iñárritu con Babel, Stephen Frears con La reina, Paul Greengrass con United 93 y Clint Eastwood con Cartas de Iwo Jima, para que «la Academia» compensara su ceguera.

No es la primera vez que esto sucede y quizá la peor vergüenza en este sentido haya sido la pretendida tapadera del racismo de Hollywood con la premiación de tres actores negros en 2002. Desde la nominación de Dorothy Dandridge en 1954 por su papel en Carmen Jones, de Otto Preminger, ningún cineasta "de color" había sido reconocido con un Óscar, así fuera Sidney Poitier por su trabajo en Los lirios del valle (1963), Rebelión en las aulas (1967) o Adivina quién viene a cenar (1967), o Morgan Freeman por su desempeño en El reportero de la calle 42 (1987), Paseando a Miss Daisy (1989) o Cadena perpetua (1994), o Danny Glover por su actuación en El color púrpura (1985), o muchos otros. Hasta 2002 fue reconocida la trayectoria de Sidney Poitier con un Óscar "honorífico", y en 2004 fue distinguido Morgan Freeman por su papel en Million Dollar Baby con la estatuilla dorada.

Por lo menos, El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro, ganó en las categorías de dirección artística, maquillaje y fotografía. Son más que merecidos estos premios en los tres casos, como los hubieran sido en el de película extranjera, banda sonora y guión original, sobre todo este último, para los que estaba nominada. Aunque -a diferencia de Los infiltrados- hay errores notorios en su edición, merecía siquiera estar nominada también por mejor película y mejor director, pero qué le vamos a hacer, si «la Academia» estaba en deuda con Scorsese. El Óscar por maquillaje a David Martí y Montse Ribé es especialmente festejable porque, aparte de su merecimiento, otra cinta nominada en esta categoría era Apocalypto, de Mel Gibson, un bodrio deliberadamente ofensivo para hacer negocio con la controversia, y estúpido por sus errores históricos. Lo bueno de este tipo de cine es que, además de dinero, gana tantas críticas como para terminar quemado. Por vergüenzas no paran los gringos, tratándose de dinero.

[] Iván Rincón 11:22 PM

Febrero 10 de 2007

"El alma de los seres es su aroma", le dice el maestro al aprendiz en El perfume. Historia de un asesino, de Tom Tykwer. "El alma de los objetos es su olor", me dije después de ver la película, al pasar de regreso a Coyoacán, en donde nací, por la colonia Florida, en donde viví. La fragancia del eucalipto era el alma de esta colonia, según mi memoria olfativa, como lo es todavía de Coyoacán el olor de los esquites y elotes hervidos en agua con epazote y sal, el aroma del café recién tostado y el vaho de incienso que impregna la plaza de los coyotes los fines de semana. Del olor a eucalipto en la Florida no queda más que el recuerdo, así como la imagen del árbol que trepábamos cuando éramos niños mis primos y yo, y en cuyas ramas construimos una gran caja de madera que llamábamos "la casita" y donde apenas cabíamos dos de nosotros sentados. De otro árbol colgamos un columpio que después fue una cuerda por la que subíamos y bajábamos hasta el hartazgo. ¡Pobres árboles! También tuvieron que soportar en nuestra adolescencia que entre ambos hubiera un tubo con el que hacíamos ejercicios como barras y escuadras abdominales.

"El alma de las cosas es su recuerdo", pienso ahora que vivo en la zona sur de Portales, atravieso a media noche Río Churubusco, llego al Museo Nacional de las Intervenciones y me encuentro allí con el espíritu del eucalipto que se fue de la colonia Florida.

Ojalá hubiera crecido yo en el campo y no en la ciudad, para encontrarme ahora con "olor a tierra mojada, olor a establo y a pino", como dice la canción, y con la respiración de flores y plantas, el húmedo aroma del moho en rocas y árboles, la fragancia del bosque, la esencia de la naturaleza, el aire fresco. Ojalá hubiera nacido cerca del mar, para que mi niñez siguiera jugando en su arena, como la de Joan Manuel Serrat. Pero nací en la ciudad más sucia y contaminada del mundo, como lo era París en el siglo XVIII, donde nació Jean-Baptiste Grenouille, el personaje de El perfume... de Patrick Süskind. Y crecí entre olores agresivos, hedores, pestilencias y tufos, como el de las alcantarillas, la gasolina y el gas, el monóxido de carbono, el humo de los carros y las fábricas (el neblumo, como intentó bautizar Octavio Paz al smog). Además fumé durante quince años hasta acabar con una cajetilla diaria en promedio y, ahora que tengo una década sin fumar, detesto el humo de cigarro, el olor nauseabundo a colilla y ceniza, el fétido aliento de los fumadores y el hediondo aroma impregnado en su ropa. Detesto ese vicio estúpido para gente estúpida... al cabo yo estoy curado ya. Deberían inventar un mecanismo para llevar el humo directamente a los pulmones, sin viciar el aire que respiramos todos.

A diferencia de la Florida o Coyoacán, en las calles de Portales, sobre todo en sus banquetas y "áreas verdes", abunda la mierda de perro, "popó de guaguá", como la llaman los niños, "caca de chucho", como le dicen en Chiapas, fecalidades y fecaleces, como consideran por ahí a las acciones y omisiones del "gobierno" federal... excremento canino, pues. El centro de esta ciudad huele a orines, y por todas partes flota el espíritu de las ratas muertas, que son millones.

Crecí en la ciudad más apestosa del planeta, decía, y quizás por eso no crecí mucho. Pero conocí la multiplicidad odorífera del incienso, el sahumerio del copal y el aroma del ocote, las exhalaciones del anafre o el brasero, entre otros objetos de alma humeante, como el pebetero y el bote colgante que purifica el aire invadido por fantasmas y espíritus malignos, pesadillas y pensamientos sucios. Conocí el olor a estiércol de caballo, de vaca o de borrego, asociado para siempre con el concepto de abono para la tierra, y el de las cobijas en el mercado de San Cristóbal, un olor impregnado de afectos. Entre la gran variedad de incienso, el de sándalo es uno de los más característicos, me parece, aunque también el de nardo, el de lavanda, el de mirra...

La cautivadora fragancia del cedro al natural y en algunos perfumes, el evocador aroma que desprende la gamuza nueva, el de los discos de acetato recién salidos de su funda (nostalgia en su más pura esencia), el alma de papel que escapa de los libros cuando uno los abre por primera vez, el aroma del mate, quizás tan estimulante como el del café, así como el cálido olor de las tortillerías, el de las panaderías, el de los quesos fermentados, el del tepache, el del cilantro en el nopal con jitomate y cebolla picada, el del ajo frito, el de los chiles en vinagre... todo eso y mucho más tiene su propio asiento en mi recinto mental.

El oloroso rastro de pólvora quemada que dejan los fuegos artificiales me hace sentir que fui guerrillero en una vida anterior. La inconfundible presencia del pinacate en el aire es otro de los olores evocativos de mi infancia, en este caso de los años que viví en Villa de las Flores, Coacalco.

Una de las experiencias olfáticas más intensas que he vivido es atravesar el mercado de Juchitán a todas horas del día, desde muy temprano en la mañana, cuando comienza el bullicio, hasta muy tarde, a media noche o de madrugada, cuando la oscuridad y el silencio se mezclan con los olores, que nunca descansan, solo cambian, sobre todo los que emanan del pescado y en especial del guachinango. También dormir con una mujer europea que ha viajado sin bañarse por la ciudad de México, Guerrero y Oaxaca, es una experiencia intensa desde la perspectiva del olfato. Continuar el viaje con ella en camión hasta Chiapas y permitir que se quite los zapatos y las calcetas en el camino, ¡es algo memorable! Así como hay mujeres que se llaman Dolores, algunas deberían llamarse Olores y tener un diminutivo parecido al de Lolita, digamos, como el de esa primera intérprete de Joan Manuel Serrat que se llama Colita.

Serrat, por cierto, describe los efectos de la primavera como un caos provocado por el olor de la flor del naranjo en El mal del azahar, canción cuyo nombre original en catalán es El mal de la tarongina y que, según su propio autor, "habla de la convulsión emocional y la sensualidad que se produce cuando el naranjo florece y cómo su fantástico perfume se esparce al atardecer y hace que los humanos sucumban al llamado de los instintos, ¡vaya!, que les entra una calentura de caldeo y lo primero es lo primero".

En fin, mis ociosos lectores. Yo nomás quería decirles que, hace unos días, fui al Manacar a ver El perfume... y me gustó mucho, aunque encuentro algunas discrepancias con la novela, como la caracterización física del personaje, por ejemplo, que es monstruoso (jorobado y rengo, entre otras cosas) en la versión original, mientras que en la versión fílmica está enclenque y tiene manchada la piel (esto último no se explica en ningún momento), pero su aspecto es bastante normal. En el camino de París a Grasse, la capital mundial del perfume, Grenouille se desvía hacia "la cúspide de la mayor soledad posible", según la narración de la cinta, en donde vive durante siete años, según la novela, tiempo que parece una semana en la película. Los perfumes que este personaje crea le sirven para darse un olor propio, del cual carece, así como para causar miedo o ser elogiado, llamar la atención o pasar desapercibido, según el caso, lo cual no ocurre en la cinta, que obvia el episodio, pues el asesino sube al dormitorio de su última víctima y no despierta ni al perro cuando pasa a su lado; la explicación de esta secuencia se la dejan al público.

Por lo demás, la película es espléndida. Solo me quita las ganas de volver a verla la insufrible hueva con que habla el papá de la última doncella muerta (cuando el tipo amenaza al asesino de su hija, uno bosteza). Ben Whishaw en el papel de Grenouille tiene una actuación más o menos gris, pero compensa los desangelados momentos de debilidad histriónica la asombrosa expresividad de sus manos.

Después de ver la película, caminé del Manacar a Coyoacán por la Florida en busca del estímulo olfativo que requiere la memoria para evocar la gloria pretérita, y no lo hallé, así que seguí caminando hasta Portales con la sensibilidad aturdida y casi atrofiada por el instinto de conservación ante la plétora defeña de humos tóxicos, vapores infectos, vahos putrefactos. Prefiero caminar y respirar las emanaciones contaminantes de coches, fábricas y alcantarillas a tolerar los sudores y las flatulencias que concurren en camiones y camionetas, peseros y peceras, además del veneno en el aire. Llegué al barrio de las excreciones callejeras, subí al quinto piso de un edificio que hiede a gas y amoníaco todos los días y me encerré en un departamento rebosante de polvo acumulado en sus rincones durante años.

En 2001 renté un nicho por el estilo a dos cuadras del Manacar, en Insurgentes Mixcoac, lo que me hace pensar que la ruta de mi paso por el mundo se reduce a la distancia entre aquellos cines y el lugar donde ahora escribo estas líneas, quemando una barita de incienso con olor a copal o de copal en forma de incienso, mientras un tufo muy otro me dice que debo sacar la basura.

Quizá no era toda la colonia Florida la que olía a eucalipto, sino solo algunas de sus calles (que tienen nombres de árboles y plantas, por cierto), como la de Pino. Habrá que averiguarlo.

[] Iván Rincón 9:11 PM

Enero 30 de 2007

Lo mejor de algunas películas son sus diálogos, como en el caso de Las vueltas del Citrillo (2005), de Felipe Cazals, que rescata una forma de hablar en México a principios del siglo pasado (Xochimilco, 1903, para ser más exactos) con un guión que tardó cuatro años en dar a luz. Las vueltas del Citrillo es el nombre de una pulquería de la época en donde concurren soldados rasos y mujeres, a quienes les permiten la entrada en el anexo; ahí tiene lugar la primera parte de la cinta.

"¡Puros díceres!", espeta Vanessa Bauche con los labios y la lengua adormilados, tambaleándose y con dificultad para fijar la mirada. "Puros díceres" tejen en efecto y bajo el efecto del pulque, después de un mes ensayando en estado etílico, una trama en la que tres militares, dos mujeres y un cura tienen los papeles protagónicos, aunque el alma de la cinta es más bien un personaje histriónico al que los demás se refieren como el dijunto Melgarejo y del que narran historias lejanas, cuando no contrarias de plano, a la realidad. "¡Puras pendejadas!", espeta el propio Melgarejo; "no tienen nada mejor en qué entretenerse".

-Oiga, mi sargento, y ese tal Melgarejo, ¿era de su conociencia suya?

-¡Qué va, mijo! A ese solo lo conocían los muy mayores.

Pletórico de modismos y barbarismos, "giros idiomáticos" (Cazals dixit), refranes o dichos populares, albures y otros juegos de palabras, como expresiones de una apropiación mexicana del idioma español en el porfiriato, el lenguaje hace aquí a personajes de lo más pintorescos, cínicos y brutos, que evaden su cotidiana miseria poniéndose cotidianamente "hasta la madre de pulque", según el director y guionista. Quizá la misma crítica de que ha sido objeto Arturo Ripstein sea merecida para Cazals en el sentido de que, según su visión, los mexicanos tenemos vocación de jodidos.

-¿Nomás por apalabrar como un aprendiz ya es uno insultativo?

-¡Al sonoro rugir y apestar del bridón apestoso!

-¿A poco asté lo andan haciendo culposo por atizarle a la grifa?

-¡Puras ínfulas de gente civilona!

Por mencionar algunas fallas, quizá la principal es precisamente el principio, por la efímera y pésima actuación de los "curritos de mierda". También falla el contraste entre los primeros planos y escenas como en la que pasan las mujeres de la pulquería a la tienda contigua, cayéndose de borrachas, y falla la suciedad en aumento de los dientes del sargento, pues contrasta con la blancura inmaculada de las demás dentaduras, salvo la del tendero.

-A estas viejas las concibieron mientras Dios se echaba una siestecita.

-¡Resbalosas como piedras de río!

Al igual que los diálogos y algunas frases, los monólogos son memorables (que no memorizables, por elaborados), como el barroco sermón del párroco, por ejemplo, o la justificación escrita en voz alta del afusilamiento del cabo por enredarse con la mujer del sargento, o el choro mareador de la mujer cuando responde a la humillación de su "mero dueño", momento en el que los ánimos pasan del rencor de él y la vergüenza de ella al amor de ambos, gracias al choro ese, con unas actuaciones espléndidas, como en toda la película.

No menos memorables son los diálogos entre los muertos en la última parte de la cinta.

-¿Arreglados?

-¡Arreglados! Yo asté lo tengo mirado desde endenantes.

-¿Dónde habrá sido eso, Chabelo?

-¡Oh! ¿Qué pasó? ¡Sobajar no es de hombres!

-Achántate, Isabel. Aquí tus fierros viejos valen para pura madre. Aquí puro mansito. Palabra de Lino Melgarejo. Aquí puro bonito y facilito.

Los muertos se confunden con los vivos en la feria, una secuencia rica en imágenes luminosas y dichos populares ("Si usted se llama no puedo, yo me llamo más que nunca"), incluyendo albures, para luego volver a las secuencias mortuorias.

-¿En qué quedamos? -le pregunta el sargento al cabo leal, que padece de un resfriado contumaz y aun así tiene que cuidar el grotesco altar a la madre decrépita para cuando se muera.

-Andamos licando cualquier novedad nueva -responde el cabo (en la primera parte de la cinta, el mismo personaje dice: "por voluntad de los voluntarios").

-¡Ponte trucha; no se te vaya aparecer un salidor! ¡Ando bravo y no doy cuartel!

Los muertos llegan caminando y platicando tranquilamente hasta el canal en donde Melgarejo invita con un ademán a que el cabo suba al cayuco que lo llevará, junto con otros zombis, al más allá. El cabo sube muy triste y, antes de irse, le pregunta a Melgarejo: "¿Pos qué no estaba ya resucitado?"

-¡Qué te fijas, mijo! Da lo mismo aquí que allá. De todos modos no se llega a ningún lado.

Así termina la película (1).

Coproducida por el Instituto Mexicano de Cinematografía, Cuatro Soles Films, Estudios Churubusco y la Universidad de Guadalajara, Las vueltas del Citrillo es una muestra de lo que pueden hacer las instituciones que el "gobierno" intentó desaparecer en el sexenio pasado y ahora pretende asfixiar. Además es una pieza representativa del actual cine mexicano, tanto por el público al que se dirige (casi exclusivamente, pues su traducción a otros idiomas resultará ininteligible), como por estar realizado con recursos nacionales, a diferencia del que hacen otros cineastas mexicanos en Hollywood ("braceros de lujo", según Carlos Bonfil), con inusitado y merecido éxito.

Las vueltas... es la mejor película mexicana que he visto hasta ahora desde Mezcal (2005), de Ignacio Ortiz, que ganó el Ariel a la mejor película el año pasado y también resultó ganadora en el rubro de fotografía, así como por la música, la edición, el sonido y el diseño de arte, doce galardones en total, como la de Cazals, que los obtuvo en otras categorías, por dirección, guión original, actor principal, coactuación masculina, vestuario y maquillaje. Personalmente, estoy de acuerdo en todos los casos, y la coincidencia entre ambas películas me hace confiar más en estos premios que en las estatuillas gringas.

Antes de Mezcal, que está basada en la novela Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, la mejor película mexicana que había visto era Voces inocentes (2004), de Luis Mandoki, y después de Mezcal, que sigue siendo mi preferida, Un mundo maravilloso (2006), de Luis Estrada, en donde también actúa Damián Alcázar, por cierto, bastante bien (trata de parecerse a Tin Tán y lo consigue). Por las mismas fechas que Las vueltas... vi Fuera del cielo (2), de Javier Patrón, y, francamente, no me pareció merecedora de los elogios que ha recibido. Allí también interviene Damián Alcázar, haciendo el papel de un policía judicial corrupto, valga la redundancia, pero su mejor actuación hasta ahora es la que tiene en Las vueltas... Y lo mejor de esta cinta es el guión, sobre todo por los diálogos. He dicho.

[] Iván Rincón 4:07 AM

1) Ya sé que no debo contar las películas y mucho menos el final, pero... ¡por eso mesmo lo hago, qué chingaos!

2) En cuanto a diálogos se refiere, lo único rescatable de Fuera del cielo está en la aparición de Isela Vega como puta retirada en un cuarto de azotea, cuando le dice a su hijo menor que ella hizo todo lo posible para que él no naciera. "Querías vivir, pero eras rete menso, nomás decías cucú cucú; por eso te dicen El Cucú. ¡Mejor te hubiera echado a la basura! Serías más feliz". Este personaje y su parlamento me recuerda al ciego de Luis Buñuel en Los olvidados, gritando la frase más genial del cine mexicano: "¡Ojalá los mataran a todos antes de nacer!"

[] Iván Rincón 4:07 AM

Enero 16 de 2007

I

Camino por calles de luces y sombras, ruidos y silencios, bajo sus vetustos árboles, unos frondosos y otros mutilados, entre casas abandonadas y terrenos baldíos, calles pobladas de soledad y vacío, llenas de agujeros como cráteres, y charcos en los que duerme de noche la luz de las estrellas y los faroles cuando escampa, calles con olor a mierda canina y vapor de alcantarilla, cadáveres de ratas aplastadas en el asfalto y cucarachas embadurnadas en la banqueta, calles con cascarones de coches robados y desvalijados, en las que ladran a mi paso perros a los que muerde el frío de la madrugada, calles empedradas y callejuelas peatonales con escalinatas, callejones sin salida, calles a la mala, es decir, a golpes, a balazos, navajazos, botellazos y pedradas, calles a tientas, a oscuras o en penumbras, a pedazos y en ruinas, de gatos que miran desde abajo de los carros o arriba de las bardas el naufragio de fantasmas a la deriva, sonámbulos al garete y borrachos a la baja, desde el aturdimiento y la ebriedad hasta dejar atrás las calles de putas con las tetas al aire y los pezones maquillados en tardes y noches de viernes y sábados, calles infestadas también los domingos de franeleros que amenazan, huihuis que atosigan, chichifos y vestidas que sobreactúan, taxistas que padrotean y patrulleros que asaltan.

II

Camino a mis anchas por calles angostas bajo una luna menguada por nubes pasajeras. Desde lejos, las luces de la ciudad parecen el reflejo del cielo estrellado sobre la selva. A mi paso y al paso de las horas negras, la sangre fluye con más facilidad, irriga el cerebro, la mirada se adapta prodigiosamente a la oscuridad, la piel al frío, y escucho el rumor del viento, su agudo silbido, lejanos aullidos al unísono de una sirena y el último suspiro de un niño indigente. A mi paso de la tensión a la calma, el tiempo cede al odio, la piedra se ablanda, la sangre fluye por la cañada, la detienen los topes de la vereda y la beben los buitres y las hienas, entre otros animales de rapiña y carroña, mimetizados con los soldados grises y verdes.

III

El delirio termina en la cama cuando me dispongo a dormir. El cansancio me hace confundir el maullido de una gata en pleno coito con el llanto de un bebé... me invade un escalofrío. Tengo las piernas hinchadas y calientes. Antes de sucumbir al peso de los párpados, pienso que los niños lloran, los perros ladran, los gatos maúllan, los ladrones roban y la policía también. Con los ojos en blanco, me resisto a dejar de "pensar". Los niños ladran, los perros maúllan, los gatos roban y los ladrones también. El cansancio me vence. La policía ladra, murmuro por inercia. Cierro los ojos por fin y aparece Naomi Watts entre la pared y yo. "No puedes decirle a una mujer que te gusta y luego dejarla", me reclama. Una vena salta en su frente, su rostro enrojece y ella me besa desesperada. Por fortuna, el efecto del somnífero dura cinco horas.

[] Iván Rincón 2:31 AM